Atitlán y la familia más linda

2 Octubre 2013

Después de mis días con el Discípulo, Speedy González y Ronquiditos, volví a entrar a Guatemala.
Fui casi directo a Atitlán, un lago precioso enormemente embellecido por la presencia de volcanes a su alrededor. El autobús en el que viajaba estaba completamente lleno y yo era el único que viajaba de pie, atrás, jodido por los baches. Cuando tuve una oportunidad de encontrar un asiento, me senté, pero una bella mujer local me dijo que si me podía sentar en otro lugar, que quería viajar con su acompañante. Mi cara no fue un regalo así que a los pocos minutos, su acompañante y marido me habló.

Óscar fue educado desde el principio y enormemente atento. Al llegar a mi parada estaba oscuro, y me ofreció dos cosas: O bien bajarse conmigo y meterme en un tuk tuk con alguien que él conociera (en esta zona pueden quitarme todo en cualquier curva, incluyendo al conductor), o bien quedarme con ellos y dormir en su casa. Sin dudarlo, acepté la segunda.

Viven en una escuela para niños que recibe financiación de Suiza, y es sin exagerar el mejor sitio del lago que he visto. En la misma orilla, dispone de un embarcadero de madera y tiene el volcán San Pedro justo delante. No daba crédito a mi suerte. Habíamos conectado con nuestra conversación en el bus y vieron que podían confiar en mí. Tenían dos hijos de 7 y 9 años que no podían ser más encantadores y educados, y en la cena pude comprobar que era una familia religiosa y de buenas costumbres. Dí lo mejor de mi educación y de mis maneras, para estar a la altura, y al día siguiente ayudé a Óscar en sus labores. No tardó en decirme que habían estado hablando y que podía quedarme lo que quisiera.

Así me recibió el lago en mi primera mañana con ellos:
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Desayunábamos a las 7, y los niños ya llevaban un rato despiertos, estudiando y preparándose para el cole. Por las noches, me ayudaban a fregar, secar y recoger los cacharros: el pequeño debía escalar a la encimera para colocar los platos donde yo no sabía que iban. Óscar se acercaba a charlar conmigo en intimidad, lo que nos acercaba como amigos, y nos contábamos cosas; me confesaba cosas como que en sus tiempos había probado la cocaína, y sin embargo le ayudó a escoger el camino que hoy disfruta, pues entre otras cosas, es pastor en la Iglesia del pueblo.

El lago tenía unos perfiles tan poligonales con los volcanes…

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Me sentía tan agradecido que la segunda mañana decidí ir a limpiarlo, pues estaba muuuy contaminado. Fue fácil conseguir uno de los kayaks locales, muy difíciles de manejar, para irlo llenando con todo lo que encontré en la superficie, alrededor de la escuela. La mañana fue muy larga y productiva, con el disfrute consiguiente.

Por la tardes disfrutaba de las actividades del colegio, en las que me veía involucrado. Una vez jugaban al fútbol, y me reía al ver cómo intentaban golpear esa pelota de telas.

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Así sonaban esos críos y su profesora.

Otros ratos miraba cómo las nubes convertían el espacio del lago, en cuestión de minutos, en un lugar tormentoso y oscuro, con nubes acojonantes y nieblas tenebrosas, aunque el dulce hablar de Magdalena con su madre, en la lengua maya local, le quitaba todo el mal rollo.

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En el embarcadero, tenía mis ratos de intimidad y escribir. La paz del lugar sólo se veía alterada por el crujir de las maderas con las pequeñas olas, y ayudaba en mi concentración y meditación:

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El calor me mataba pero podía zambullirme de vez en cuando en unas aguas que estaban verdinosas y con muchas algas generadas por la contaminación, pero eso no quitaba el rato de pelo mojado y frescor para volver a contemplar mi volcán de San Pedro y el volcán Atitlán al fondo, que se ponían más chulos por momentos. Yo, que soy bien catastrofista, pensaba a veces: ‘Oye pues una erupcioncita ahora no me molestaría NADA.’

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Las opciones de Atitlán son infinitas: hice varias incursiones por los pueblos de la orilla. En una ocasión en que subí a San Pablo para comprarles a los críos unas golosinas y unos cereales que les encantaban (bolitas nesquick blancas y negras) me siguieron dos tipos cuyas intenciones estaban claras, y días más tarde, durante mi estancia en San Pedro, el pueblo en la loma del volcán, me hice con mi ya famoso machete, que ya les presentaré. Otro día, en San Marcos, pude nadar por rocas verticales y limpias, hablar con pescadores locales que pasan horas con un anzuelito colgado de la mano, y saltar desde un curioso trampolín de 10 metros.

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También pude ver la fuerza de las tormentas locales desde San Pedro cuando las altas temperaturas generan diferencias de potencial entre el cielo y la tierra como ésta.

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Atitlán es un lugar que atrapa a mucha gente durante meses en alguno de los pueblos de sus orillas, con mucha razón. Hay una energía agradable a pesar de los peligros locales, que yo salvaguardé gracias a esta gran familia, que recuerdo así…

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…y que me ayudó a disfrutar del volcán San Pedro como nadie hace, y que recordaré tal que así:

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