15 Septiembre 2013
Llegar a Chacaua fue un poco de odisea.
Las fuertes lluvias que algunos recordaréis ver en televisión, que rompieron un puente y pusieron muchos estados de Méjico patas arriba, habían inundado esta zona: las lagunas no daban mas de sí y el río que desemboca en Chacaua estaba desbordado, haciendo que el pueblo tuviera más de la mitad de las casas hasta con un metro de agua.
Un barquero me dijo que había otra española viviendo allí, se llamaba Catalina, y era mayor: era la mujer que había estado buscando en San José. La conocen en la zona, por algo será. Cuando llegué acabé en su casa por casualidad, y no estaba. Sus vecinas me dijeron que estaría tomando una birra, y me dieron arroz con leche dos veces, ademas de charla y cariño en la humedad.
Así es Chacaua, todas las casas conectadas por la arena:
Llegué con muy poco dinero, y cuando quise buscar algo para dormir conocí a una tortuga fenómena que se adentraba en la playa desde el mar para poner sus huevos, un bonito espectáculo. Un hombre extraía los huevos según caían, y afirmaba entregarlos a una sociedad de protección. Pero al día siguiente, otro curioso hombre que me alojó barato en una chabola junto a la playa, se los comiá al estilo local, con un poco de salsa picante y limón. Probé dos. Con pena, sé que es ilegal, pero me preocupaba más el lado ecológico. Sabían como a huevo pero con marisco. Dicen que de cada 100 huevos que pone una tortuga, sólo uno o dos consiguen llegar a adultos, así que no comí más. Pero es otra cosa que he hecho.
De Chacaua me gustó todo, incluso que lloviera TODO el tiempo. La austeridad de mi chabola se convirtió en comodidad; el sonido de la lluvia me hacía sentir protegido; las pocas horas de luz que hubo las usaba para cargar baterías y escribir, las otras horas eran de velas y lectura pobre; el poco espacio que dejaba la cama lo configuré con una mesa y silla para tener todo ordenado y en su sitio; el mosquitero rosa cursi le daba un aspecto curioso, y una incómoda ventana -un agujero en las maderas con unos palos-, me dejaba asomarme por el día a la luz lluviosa y daba amplitud a las posibilidades del cuarto.
El no tener dinero hacía que contara los pesos para comida barata -patatas, tomates, huevos-, velas y dos cigarros al día, colocados con estrategia en el horario. Me gustaba mucho esta austeridad, se convirtió en mi aliada.
Mi chubasquero apestaba a humedad, y caminaba con esperanza por la interminable playa pensando en pasear cuando empezaba otra tormenta nueva y más jóven. Apreciaba la ropa seca como nunca (la usada nunca se secaba) y la suciedad y simpleza de una ducha y váter que tenía cerca cada vez me gustaban más. Todo el suelo del pueblo era arena de playa mojada, y cuando me meaba asomaba la panza por la puerta para no mojarme y proyectaba el chorro por encima de un perro que siempre estaba en mi puerta, y no movía ni una oreja ante mi desfachatez.
Lluvia y meada en arena de playa no se notan, y el dueño también lo hacía.
La familia que me dio esta chabola era tan pobre como todos los vecinos. Llevaban años así y así seguirían, se podía saber por la mugre de los rincones, y las pocas ganas o esperanzas de mejora. Ella cocinaba entre chapas, con astillas de madera en cacharros muy viejos, y aparentemente vivían de alimentar y dar cobijo a turistas locales y quizás surferos en temporada alta -pero era temporada baja, bendita-.
Siempre sonreían y ella se tumbaba en una hamaca colgante, la cama por excelencia de los pobres, muy cómoda, cuando no cocinaba, y cuando no aparecía su hijo pidiendo algo.
Había un faro en la única colina cercana de película. A veces me gustaba que llegara la noche sólo para verlo, en una carrera húmeda. Con las lluvias y nieblas, podía verse completamente su haz haciendo 360 grados y pasando por encima de mi cabeza.
Catalina seguía sin aparecer al tercer día. Sabía que si la encontraba me ayudaría, pero no contaba con ella. Se me acababa el dinero y la mujer de la chabola me dejaba cocinarme algún desayuno (huevos con tomate y cebolla) y alguna cena (patata, huevos y tomates hervidos), mis dos únicas comidas. Lo apreciaba mucho, y me alegraba de no hacerles gastar un gas que no pueden pagar y utilizar una cocina de fuego que no les cuesta nada.
Mi cena, la cocina y mi cebolla friéndose
El mar estaba muy removido entre el desemboque de este río y las tormentas, lleno de cocos y maderos y palmeras, arrastrando todo lo que había querido llevarse; mis baños eran peligrosos ya que siempre acababa donde no quería ir. El mar dejaba tantas cosas cada noche en la orilla que hasta venían carroñeros a buscar peces muertos o historias. El río crecía por días y parecía querer llevarse unas casas de enfrente.
Catalina apareció el último día.
Cuando entré en su casa parecía que me estaba esperando, no se sorprendió. Era como si ya nos conociéramos, y ella era como la había imaginado. Muy especial, malagueña, con acento del sur y mejicano mezclado. Melena canosa larga y camisón sucio pero cómodo. una voz experta y bonita, seria, gastada, hablaba con tono constante y pacífico. Tenía un montón de gestos faciales cachondos. Había aprendido a vivir con lo mínimo, y era feliz.
Nos pasamos una tarde entera charlando. Tomamos té, limonada, escuchamos la lluvia, me contó el por qué de su exilio, todo, y yo le hablé de mí. Disfrutamos y me dijo que me quedara, que podía dormir allí, y que fuera cuando quisiese. Tenía un jardín grande con palmeras al fondo y lo quería.
Mucha gente cuestionaría su cordura. Ella habla de cosas que van más allá de las conversaciones cotidianas, e incluye historias increíbles en su charla. Pero a mí me daba gusto escucharla y aunque hubiese cosas que no encajaran, la escuchaba atentamente y con respeto. Dijo que hablaba con los árboles y con los animales, y que entendía su lenguaje. Lo interesante es que había algo de cierto en ello, y en su manera de decirlo.
En algún momento me leyó las cartas. Fue mi primera vez -antes habría descartado cualquier cosa relacionada, pero ahora estoy como estoy- y no sé si me gustó o no, pues el momento fue especial pero el suponer que sabes lo que va a pasar no tiene tanta gracia a menos que lo necesites para decidir algo… me gusta más no saber. Lo más sorprendente fue que, antes de comenzar, me dijo: -¿no quieres grabarlo?- y yo jamás le había hablado de mis sonidos.
Así que claro que la grabé, su voz hablando lo merecía.
En otro momento, como buena andaluza, se arrancó con canciones propias. Sin desperdicio. Las hace ella, y me ofreció sus letras para trabajar con ellas. Qué cachonda era.
Tengo varias fotos de ella, pero sólo quiero recordarla de esta manera:
Me quedo con su manera de vivir su soledad y su vida. Es muy especial y admirable, y deseo con todo mi corazón que tenga un final de vida precioso. Al fin y al cabo, yo la creía, creía en sus cosas.
Es hora de convencer a algún barquero para que me lleve, por los pocos pesos que me quedan, a otro lugar, al otro lado de las inundadas lagunas de Chacaua.
Gracias, Chacaua. Gracias, Catalina.