Pensando en la coope

26 junio 2013

Ahorita mismo llevo como 6 horas esperando en un cruce de carretera por donde pasa una guagua que me lleva a la costa norte de Cuba, y me quedan otras tres horas de espera más nosécuántas de viaje. Los días se van así, viajando de esta manera, con el pueblo. Podría viajar en buses turísticos más caros (pero aún baratos) y prefiero meterme en camiones o ir a un cruce como éste, donde el «amarillo» me organiza una salida por pocos pesos nacionales, ó puedo hacer dedo.

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Estoy en un bar -la cooperativa- donde he comido por unos céntimos y me he quedado con su permiso a escribir, para aguantar la espera. Se sienta una señora campesina y me cuenta que es revolucionaria y unas cuantas cosas interesantes que acepta decir frente a mi grabadora, como testimonios, como ntrevistada. Después se sienta un chaval de unos 15 años super estiloso y espabilado y me quiere contar como acaba de conocer a una moza que esta ahí desde que yo llegué tambien, y cómo se la liga y le dice cosillas románticas. Un crack.

La campesina

El muchacho ligón

En las dos conversaciones, los dos hablan bajito, como en secreto, como si alguien pudiera oírles y delatarles, siempre hay esa sensación de desconfianza entre cubanos, es tal vez otro estigma del comunismo.

Estas cosas me sacan de mis escrituras de Camagüey. Allí dormía en esas casas particulares. Los olores de las calles y de los jugos de guayaba matutinos aún están presentes. Pero tienen un matiz triste. Una mujer que me alojaba vivía completamente sóla, en una casa de esas que fue resplandeciente alguna vez, quizás con risas de niños de fondo, y ahora es más un templo de soledad. Se notaba su tristeza en su cara, toda su familia está exiliada. Había fotos y cosas viejas por todas partes. Una vieja amiga, o una amiga vieja la visitaba, y sorprendentemente encontré mucha más jovialidad en la visitante. Ella me confesó entre risas cosas sobre Fidel, y hasta se atrevió a decirme que vio una vez a Cienfuegos entrar en un edificio de Camagüey para una reunión con altos cargos y no salió más, que así desapareció, que Fidel le tenía mucha envidia. Nos caíamos bien y nos reíamos mucho. Me pregunto que pasará cuando esta jovial mujer se vaya.

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Subía a escribir a su azotea al atardecer, buscando los colores y el escapismo, pero las vistas eran más tristes. Todo destartalado y gris, roto y envejeciendo sin pausa ni arreglo. Al menos veía a lo lejos a unos jóvenes que, como yo, subían a escaparse ese rato a sus mundos de proyectos futuros.

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En las calles siempre encontraba una verdadera escapada, al mundo impresionante que Cuba ofrece en cada esquina. Con el mismo matiz, los mercados estaban casi vacíos, y no mucha gente compraba. Mirar por las ventanas y puertas de las casas es un regalo de realismo. Nadie esconde su pobreza, todos tienen la misma, y a veces se ven cosas íntimas de más o gente expuesta de más… Una farmacia literalmente desierta me hace imaginármela llena de gente en un pasado mejor, si es que lo hubo, como la sala de bailes del hotel Overlook del Resplandor, cuando está llena de gente elegante en el pasado y luego vacía en invierno con Jack desesperado, con silencio, polvo, y una melancolía que se me contagia. Parece que las cosas materiales esperan con paciencia a que pase algo bueno, como la barra de esta farmacia, como los caminantes que no entran.


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Me vuelvo a la calle, donde al menos la fuerza del ahora mueve las almas de los niños inocentes e ignorantes, que se conforman con botellas de plástico agujereadas para usar como pistolas de agua o se entretienen felizmente chocando sus manos de diferentes colores, y la vida continúa como si nada, con sonrisas más o menos reales, bares de esquina para un traguito o chispita de ron animadora, ventanas de casas donde mujeres creen que quizás hoy, alguien nos quiera comprar una pieza de fruta, y hermosas muchachas caminan dispuestas, con la cara de Cienfuegos, el Ché ó Fidel en casi todas las paredes de la dormida ciudad.

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