Richard y Olga

Bitácora chilota.

Los actores en este momento de mi vida, de este barco, la goleta Issuma.

En el último puerto nos despediremos y se acabó, no los volveré a ver en este teatro, la vida es así, los actores aparecen, luego salen del escenario: chao.

Son todos buenos actores en general, lo hacen muy bien, me creo sus papeles, en el teatro, en mi vida.

Abril 2015

Viajar para siempre, o no.

El desapego a cualquier cosa que se alcanza tras años sin pertenencias es interesante. Con una mochila cada vez más pequeña en la espalda como único haber, se levita más en el mundo de las posesiones materiales.

En ella, el ordenador o la cámara, únicas cosas de valor, me pesan cada vez más porque son valiosos y tecnológicos, y no cuadran. Y me obligan de alguna manera a escribir en el blog de los huevos, que también pertenece a algo que se queda atrás y no es tan compatible con mi rumbo hoy en día.

El esfuerzo, aparentemente inexistente, de haber conseguido semejante grado de abstinencia sobre las cosas, hace que uno se plantee quedarse en este nivel indefinidamente, no volver a ensuciarse con las dependencias. Es como la abstinencia de cualquier cosa, sea privándose de fumar, drogas, chocolate, coca-cola, emociones falsas, o hablar, como en aquel retiro espiritual de Vipassana o la vida en aquella comunidad rainbow de la jungla, tras los que me costó readaptarme a la vida «normal». Podría hacer esto por siempre, en cualquier dirección, ya no hay miedo a nada: creo que ya no necesito nada.

Tras el primer año de viajar recuerdo estar golpeado por un cansancio más moral que físico por la contínua lucha diaria con una vida de «desamparo» y de trabajo por conseguir cada día la mejor opción en comida o cama: es así, sin gastar, que se puede viajar años seguidos.

Tras el segundo, me golpeó la falta de cariño, el de amigos, el de familia, el de pareja, bendito. Se vive sin él, o con pequeñas imitaciones temporales, pero falta, falta.

Pero hoy me preocupa que las cosas cada vez se saborean menos porque se acostumbra uno a esa intensidad permanente del viajar, a la belleza de los paisajes, a la locura del viaje, a la aventura infinita. Recuerdo intensidad y asombro con lugares del primer año peores que otros que ahora me provocan tan sólo un ‘ah, mira’. ¿Hay un límite sensorial que se quema, como el aburrimiento de una vida común, también en el viaje, o es que estoy nublado por alguna preocupación o ansiedad?

Hoy, mi memoria y mi mente, como las de aquel que sufre alucinaciones por hambre o sed, me golpean con imágenes espontáneas de coca colas abriéndose o sándwiches con el queso derritiéndose, pero en la añoranza. Recuerdos y flashbacks muy repentinos y reales, visuales, sobre momentos que ni uno sabía que recordaba, que traen añoro intenso y doloroso, que hacen valorar y querer mucho lo que se dejó y ya no se tiene. Solo por eso ya vale la pena un viaje tan largo, largarse.

Porque llegarán años de disfrutar de ‘la otra’ vida a tope, intensamente, del cariño, uno lo sabe. O metafóricamente, de tomar coca colas, vino y chocolate sin límite.

Cada día en esa vida, ‘la otra’, traerá, quizás, recuerdos y flashbacks intensos y dolorosos de añoro del viaje, de largarse.

Así queda uno vivo intemporalmente, en una presencia constante, disfrutando de las cosas que no se tuvieron durante un tiempo y Ahora se tienen.

El Hombre siempre quiere lo que no tiene; se puede quizás complacer al Hombre en ciclos de 3, o X años; o se puede vivir felices siempre con lo que no se tiene, pero tampoco se quiere.

* * *

Y si no mira, te largas otra vez y fuera.

La mañana al llegar

(versión del diario del anterior post)

13 abril 2015

Estoy en una goleta de acero, en una cala inimaginable.

Sobre la cubierta, tumbado boca abajo para escribir y para recuperar mi espalda de la fatigosa noche de turnos navegando hacia los fiordos chilenos del sur. He ayudado al capitán en lo necesario y me permito mi gozo. Richard.

Olga es la chica de a bordo, es chilena y dice que este es el lugar más bonito de Chile.

Hay árboles de aquí -ya no recuerdo sus nombres- y se asoman hasta un metro por encima del agua, junto a otros arbustos y helechos. En ese metro hay rocas de un gris redondo que dan ganas de conocer personalmente, una por una, a la sombra de las ramas más atrevidas que se ciernen sobre ellas hacia aguas limpias que no son otras que las del pacífico.

Una suave brisa soleada mueve el molino de viento del barco; junto a su sonido, el de las olitas en las amuras del barco y del dinghy. Y el de leones marinos en alguna orilla.

Me despertó Richard al amanecer y me puse al timón boquiabierto viendo unas montañas nevadas desde las islas a las que entrábamos. Volcanes. Nieblas nocturnas huyendo del día como vampiros, luces luchadoras entre ellas, y un pescador.

Quizás el pescador nos odie como yo odio a los veleros que llegan a lugares recónditos donde me encuentro a veces, míos; veleros consumidores de placeres fáciles, de gasolina y de dinero.

Sobre independencias

La última cruzada de los Andes: Capítulo cuarto

23 Marzo 2015

La independencia me hace querer estar aislado incluso de los refugios. No quiero necesitarlos. Tengo todo lo que necesito para estar bien; existe una persecución innata de la independencia dentro de mí. Fuego, comida. Silencio.

Un buen lugar, como mi cerrito junto al lago natación, donde tengo todo dispuesto. Incluso mi red, que me eleva de la faz de la Tierra, en un globito de aún más independencia. Podría vivir en ella. Con su vaivén hipnótico. Debajo, al alcance de mi mano, un té caliente, un libro y un cigarro, tal vez unas galletas ó dulce de coronación, de orgasmo. Sólo el intenso frío del atardecer naranja podría retarme, pero tengo mi poncho alrededor. Ahora coloco las cosas del suelo en mi regazo y así estoy ahí, flotando con todo lo que necesito para ser feliz, mirando las primeras estrellas.

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Cuando cuente tres estrellas, dejaré de leer. Es frío.

Todo a bordo de mi red, aislado del mundo por unos centímetros, a salvo de los malos. No lo necesito.

O tal vez para una cosa sí, está bien, vale: fuera ese orgullo y el ego. Necesito al mundo para afirmarme a él un segundo, en una ramita, y empujarme a un lado para mecerme unos minutos más.

Independencia…

Argentino Luna

09 Marzo 2015

Mi camionero había reventado un eje de ruedas. Era la tercera vez que me pasaba algo así con camiones, pero esta vez arrastramos el eje unos 200 metros sin neumáticos y estaba seriamente dañado. Transportaba una grúa inmensa, viajaba a 40 km/h y no cabíamos por los puentes, pero era tan majete que me quedé con él dos días. Tenía una cabina de esas americanas de lujo con dos literas atrás y pasamos una noche aterradora debajo de una tormenta eléctrica que pensé que acabaría con nosotros. Le prometí que mandaría ayuda desde la próxima estación de «camineros», y me subí en el único automóvil que pasó y se paró a socorrernos, a continuar mi aventura, dejándole a él con la suya, sin cobertura, en medio de la nada.

Uno de esos geniales coches viejísimos que corren fatigosamente por las rutas argentinas intentando competir con los nuevos diseños. En concreto una camioneta cerrada y cargada atrás, con un mozo durmiendo una resaca de boda entre mil cajas. Adelante, en un asiento de aquellos contínuos de lado a lado que facilitan el transporte de tres personas, yo iba entre dos gauchos bien apretadito, escuchando en silencio historias que el pasajero contaba al conductor a través de mis oídos, en voz alta, sin darme partido.

De pronto, el conductor se cansó y empezó a rebuscar entre varios de esos cedés que se compran piratas en ruta, con todos los éxitos y baladas y bachatas del momento, a lo cual yo sin dudarlo me cagué en la puta de oros. Pero me preguntó si conocía a Argentino Luna, y lo puso. Y así fue como conocí a un hombre de fama en el país, oyendo sus increíbles relatos acompañados suavemente de guitarra, que queda pasiva ante la fuerza que él pone en su voz al cantarle a su perro, a su guitarra, a un mozo pobre. Tras algunos relatos a todo volumen, mis ojos brillaban en lágrimas, y avergonzado mantenía la mirada al frente, como ellos, pero aplaudía y elogiaba al autor.

Fue el arte, el arte de aquel hombre el que nos unió a los tres y a nuestros mundos lejanísimos, en un silencio que nos conectaba, con cada frase del autor, esperando a la siguiente expectantes, reconociendo la belleza universal que amansa a las fieras. Los tres, desconocidos, mirando al frente, a la línea blanca de la carretera, tal vez a los postes, al horizonte seco patagónico.

Quién sabe. Quizás sus ojos también se humedecían con el arte compartido en una camioneta vieja. Parece más intenso y emocionante cuando se sabe que otros lo sienten a la vez.

Dedíquenle unos minutos a Argentino Luna.

Un par de botas, preciosa

El Malevo, un fiel perro que enfermó

Y mil otras poesías a su guitarra.

Junto al río Uruguay

13 Febrero 2015

Recuerdo un lugar en la provincia de Entre Ríos especialmente por unas grabaciones salvajes de mis excursiones de puesta de sol y adentramiento en la noche. Se llamaba el Palmar, una reserva junto al anchísimo río Uruguay, llena de animales extraños que se metían entre las tiendas de campaña por las noches y por debajo de las mesas. Era un lugar precioso, con inmensos árboles, extraños bosques y vastas extensiones de palmeras con campos verdes y poblados de animales. Un pequeño río daba vida a la reserva antes de desembocar en el gran río Uruguay. En este último veía la luna salir reflejada en sus aguas, que bajaban a Buenos Aires, como yo. Del otro lado, Uruguay, pero muy lejos, mucha agua fronteriza en medio.

Una tarde que me creía perdido, un zorro me siguió o acompañó durante un rato hasta el pequeño río, donde grabé el entorno y sus sonidos. Se ponía el sol y los carpinchos, protagonistas del parque entre muchísimas especies protegidas, se llamaban unos a otros para bañarse.

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Ya en la cálida noche veraniega, las estrellas eran muy resultonas antes de la llegada de la luna, y me tumbé en medio del camino boca arriba para observar satélites que parecían pasar todos a la vez, mientras escuchaba la oscuridad palmarense…

El silencio entre los coches

22 Enero 2015

Son tantas horas las que determinaría la suma de mis esperas a dedo en las rutas que se merecen su momento de gloria.

Son momentos dulces si brilla el sol y hay tiempo. Son momentos agrios si se lleva muchas horas y se va el sol. Son momentos feos si se queda uno atascado en un sitio imposible, donde todos pasan a gran velocidad. Pero en común tienen la paz entre coche y coche, ese silencio que a veces dura mucho, y que trae momentos de pensar o no pensar, de evaluar el viaje, de pausa, de escuchar solo las pisadas propias y una patada a alguna piedra bien dispuesta en los alrededores. Si hay calma, se puede leer, esto atrae a los conductores. Queda muy prolijo. Si se tiene música, el tiempo pasa alegremente canturreando. Pero se pierde uno ese silencio entre los coches.

9 sugus

Cuando llegué a Argentina me compré 9 sugus, daban tres por un peso, pagué 3 pesos, 3×3, 9.

Canturreaba otro día al sol, viajando a dedo en una camioneta que me llevaba a Humahuaca, la canción para niños que en España pensábamos era de Rosa León pero resulta ser de Maria Elena Walsh,

había una vez una vaca, en la quebrada de Humahuaca…

Ví cómo le pitaban a todos los gauchito gil (venerada figura popular del campo) que hay junto a las rutas en pequeños santuarios rojos, y cómo le veneran con bebidas y dinero.

Por la noche me tiré en la calle con los jóvenes que veranean y viajan vendiendo empanadas, tocando música, o con artesanía, y nos embriagamos en vino argentino. Me hinché a empanadas horneadas de carne, pollo y cantimpalo en un horno de piedra, y después ví una peli de cine argentino por la tele.

En un camping, observé a las familias junto a sus viejos autos ford, caravanas y grandes tiendas de campaña disfrutando del verano en familia, con la abuela, el toldito, las sillas plegables, los niños y hasta televisión, y por supuesto el gran asado, humeando a unos pocos pasos, con un hombre barrigudo abanicando carbón y una gota de sudor en la frente. El lugar se llenaba de humo sabroso al atardecer y tuve que asarme un increíble vacío que se cortaba como mantequilla y un chori junto a mi tienda.

Al llegar a Buenos Aires ví una mujer cantar tango junto a un guitarrista en un bar nocturno, bajo la tranquila pero atenta mirada del camarero y de todos nosotros, que callábamos el silencio escuchando.

Comenzaba a paladear, así, los innumerables e intensos sabores de la gran Argentina, cuya gente saluda y tira buena onda en cualquier lugar, y con la que uno puede hablar siempre como si conociera de hace tiempo.