La mañana siguiente cruzaríamos el enorme y ancho glaciar de Ngozumpa a pie para ganar su otra margen, la derecha, aproximándonos a la bella aldea alpina de Gokyo y sus seis elegantes lagunas mágicas, dispuestas a ese lado del río de hielo.
Cruzarlo fue una experiencia subrayable, pues las condiciones en el Everest Base Camp, que estaba sobre el glaciar Khumbu, no me parecieron invitar a caminar, días atrás. Todos los glaciares de Sagarmatha tienen la característica de desplazarse, una vez descendidos a superficies más planas tras bajar de las alturas verticales, bajo tierra. Por ello, a primera vista parece haberse secado y dejado roca y arena gris en su lugar, pero no; está moviéndose lentamente por debajo, a uno o varios metros de profundidad, dejando esa capa inestable de arena arriba que se mueve y cae por alguna parte hacia las rendijas heladas en descongelación de ese mundo subterráneo. Ví espectáculos inolvidables como cortes transversales donde comprobar este fenómeno, lagunas de colores, cavernas inmensas con aguas perfectas que no saben si congelarse o fluir, continuas avalanchas reducidas por todas partes, enormes rocas de hielo elevarse mientras buscan, muy lentamente, un hueco donde acomodarse.
Y sin embargo, lo más impresionante no era visible, sino audible. El silencio de un valle glaciar, que ya conocí junto al EBC, es tan intenso que duele y obliga a abrir los ojos para cerciorarse de que uno no sueña: las ondas de sonido son todas absorbidas por nieves y hielo y apenas rebotan, creando el efecto de una cámara anecoica o ecos que solo había oído artificialmente, hasta entonces, en un estudio de sonido. El pitido de mi oídos parecía sonar cinco veces más alto de lo normal, y cuando conseguía separarme de orcos y humanos lo suficiente, lo único que rompía esa vieja y sabia paz eran los crujidos y cracks del lento evolucionar de semejante glaciar, bajo mis pies.
La impermanencia del universo, sutilmente, me hablaba de nuevo.
Al otro lado del Hades divisé Gokyo, cuando yo estaba protegido ya de una continua nube helada que asciende continuamente por el inmenso y próximo canal de hielo, como una serpiente. Comodidades y hoteles en un pueblo demasiado accesible desde el sur para caminantes perezosos, pensé. Pero un impresionante lago turquesa bañaba la aldea, es el tercero de los seis lagos de Gokyo, y un atractivo cerro (Gokyo Ri) prometía vistas nuevas de un ya lejano Everest. Un muy solitario espacio al otro lado del lago, bajo las paredes de cerros blancos, me enamoró, y expliqué a mis compañeros, que ya saboreaban las comodidades del poblado, que para mí ya era hora de volver a saborear más silencio, la soledad y la magia al otro lado del lago, con mi tienda de campaña.
* * *
Esperaba atemorizado brisas nocturnas y el frío característico que se incrementa a orillas de un lago alpino. Pero, tras mis plegarias, al caer la oscuridad todo se suavizó y solo veía la gran nube subiendo por el glaciar, en la distancia, tras Gokyo. Incluso salieron algunas estrellas y, cuando fui a la orilla a lavarme los dientes, no distinguía cuándo empezaba el agua sobre la arena, de lo calmada que estaba. Tan solo pasé frío en los pies en la peor hora, como de costumbre, antes del alba. El único sonido nocturno fue el de los arroyos que bajan de las alturas, que crecía y decrecía por alguna razón extraña.
Ese alba es muy esperado en tales noches pues significa el fin de una noche no fácil o cómoda, y con su primera luz salté sonriente a ver qué ofrecía aquella mañana (las primeras horas son las de visibilidad máxima). Con tiempo de meditar y dar ese paseo matutino de necesidades, organicé el picnic y calenté un té, freí un huevo y le tiré muesli encima. Delicia.
Subir a Gokyo Ri desde aquella zona me llevó unas buenas dos horas escuchando música tibetana (escasas veces usé el mini-mp3 en el viaje) en la brisa perfecta y soleada de la mañana; ya acostumbrado a la falta de oxígeno no me costaba subir sin peso a sus 53xx metros de altura, viendo el Renjo Pass ante mí, llamándome. Fue una mañana tan motivante y deliciosa, viendo el puntito verde en que se había convertido mi tienda de campaña junto al lago y pensando en mi futura llegada a casa y familia, que decidí arriesgarlo todo y continuar solo hacia el norte con la poca comida que me quedaba, por aquella margen derecha del glaciar, hacia la sexta y última laguna del valle glaciar, en el nacimiento de éste, donde todos los hielos descendientes de todos los picos que me separaban del Tíbet convergen formando una intersección con salida sur hacia Gokyo y más allá.
Pero no encontré lo que esperaba: el estrecho espacio entre el glaciar y los lagos no era un cuento de hadas. Un infierno para el campista, más bien; ningún lugar plano, todo rocas junto a los lagos, y sin vistas a las alturas. Frustrado, con el sol bajando y ocasionales resoplidos intensos de la corriente que siempre ascendía por el glaciar, caminé y caminé, dejando mi pegada mochila en el suelo a veces para encararme a pequeñas alturas en busca de mi lugar perfecto. Crucé solo a dos orcos (chinos o japoneses) que bajaban a esas horas de un día de excursión, y maldiciendo el peso de mi mochila como el 99% de las veces que cruzaba a otro extranjero que camina con una cámara de fotos y una botella de agua, detrás de un guía y con todo su peso injustamente cargado en un porteador o Sherpa. Me pregunté por qué me meto en tales retos y si aquello saldría bien cuando, a más de 5000 metros de altura, el frío empezó a inutilizarme las manos. Que no llevase guantes ni gorro en esta experiencia se debió simplemente a que uno no quiere ‘invertir’ en materiales que solo se usaran una semana y después son peso extra en la mochila.
La acampada pudo bien ser considerada como de emergencia cuando, casi a oscuras, clavé la carpa tras la pared del glaciar en una pequeña extensión con hierba y piedras cerca de la quinta laguna, preciosa, arrastrado hasta allí por la motivación de subir más y más cerca de los cerros más blancos y puros que podía ver durante el atardecer que, ahora ya más a mi altura, me hacían sentir intimidad con ellos, allí en aquel rincón donde el glaciar se genera, principalmente de las alturas del impresionante Cho-Oyu, de más de 8000 metros de altura.
No tuve tiempo de disfrutar del exterior pues rápidamente empezó a cubrirme la niebla del glaciar, que moja y llovizna todo, así que busqué una piedra plana y me cociné sobre ella una sopa de noodles con cebolla, ajo, gengibre y huevo, dentro de la tienda. Ya me había puesto todas mis capas y vigilaba los dedos de mis pies cada minuto, moviéndolos para comprobar que no enfriaban. Un pequeño temor me pasaba por la cabeza, pues estaba ya a bajo cero en una tienda de verano y si la montaña quiere soplar aires helados, mi superfluo calor en un saco mediocre podría acabar en una hipotermia o en una pesadilla de noche, y estaba lejos de cualquier humanidad. Pero mis plegarias fueron escuchadas de nuevo, y tras un rato los vientos pararon y el silencio reinó en mi adormecer. Solo tuve que cortarme las piernas algunas veces en algún cambio de postura y aguantar los pies fríos antes de que rompiera la Luz del día. Pero porque mi esfinter me despertó con alarma dos veces en medio de la noche, al borde de la tragedia: dos descargas de intensa diarrea en la noche neblada y helada me hicieron salir con tanta prisa y sobresalto que no acertaba a quitarme las diez capas de ropa intercalada que me separaban de la desnudez necesaria, y que no dejaron tiempo para calzarme algo, caminando sobre escarcha y empapando mis 3 capas de calcetines, además de perder una buena cuantía de calor corporal.
Pero el día era bueno y eso es el mejor regalo tras una noche como esa. Las montañas hermanas del Everest me sonreían blancas y después de tomar sales minerales y hacerme otro huevo con pan y té, cerré la tienda y partí hacia la sexta laguna. Completamente débil y sintiendo la falta de oxígeno más que nunca, caminé lentamente hasta ver el maravilloso espectáculo del origen del glaciar, su silencio ésta vez roto por tremendas avalanchas que dejan grandes nubes del polvo blanco; no ví otros caminantes y no pude beber agua hasta que llegué a orillas de la laguna sexta, muy poco profunda, y solo, me senté a sentir, satisfecho (por no poder seguir, que si no, seguía) la hazaña que coronaba, preciosa, rodeado de valles glaciares y silencio, observando el reflejo de una laguna que podría ser la más bonita porque es la última, o la primera para las montañas; la más íntima de aquel lugar, y por lo tanto la más cargada de un sentimiento de estar de invitado especial en un rincón que era de reyes… y que tenía una sabiduría que anhelo desde mi ignorancia humana.