16 Abril 2015
Las noches anteriores a días de navegación, el capitán solía acostarse despidiéndose con un ‘mañana zarpamos a las 7’, como para que Olga y yo estuviésemos listos. Aquella mañana zarpamos dejando la isla de Llancahué nublada, y nos alineamos con rumbo al fiordo de Quintupeu, el más especial que he conocido. Aguas calmas y picos nevados en los horizontes de la décima región chilena, la de los Lagos, mientras nos aproximábamos en silencio.
Cuando ví la estrechísima entrada al fiordo imaginé que entrábamos en un lugar muy recóndito y privado. Aquí se refugió el Dresden, histórico buque alemán, en tiempos de guerra, 1914.
Una vez dentro, difícilmente podría describir la magnitud de las montañas que encerraban este fiordo. Pobladas de alerces, de los cuales se han encontrado ejemplares de más de 3600 años, y de coihues, tepas y ulmos, a veces caen sobre el agua con suave pendiente, pero otras son paredes verticales que en muchos casos escupen cascadas de agua limpia desde sus entrañas. Uno no acierta a imaginar qué procesos geológicos ocurrieron en este lugar, ni como sería todo antes de que el agua cubriese lentamente los valles, permitiéndonos flotar ahora sobre ellos.
Una gran cascada atrae nuestra atención y nuestro rumbo, y Richard, que está juguetón, se atreve a besarla con la proa, ante nuestra estupefacta mirada.
En el mismísimo fondo del fiordo lanzamos dubitativos el ancla, donde un río que viene de los adentros desemboca en un interesante apéndice o delta que se cubre o descubre con las mareas. Estábamos en un mar de dudas, pues la tabla de mareas indicaba una inmensa oscilación de varios metros verticales y el radio cubierto por la cadena podría dejarnos en aguas poco profundas si la corriente cambiaba.
La única compañía era una casa flotante para procesar el cultivo de chorito (mejillón), pues los estuarios tienen alta productividad biológica. No molestaba para nada, sino que hacía una foto idílica, así que le ofrecí a Richard lanzar el dinghy (barquita de madera) al agua e irme remando hasta allí para averiguar profundidades, composición del fondo, horas exactas de bajamar… pues nada mejor, navegando, que las informaciones de los locales.
Un muchacho feliz me atendió y ofreció un plato de ensalada de centolla, fresca e increíblemente buena, comiendo con los dedos, tuve que contenerme; cuando acabó nuestra conversación, iba a embarcarme de nuevo cuando alcé la mirada y me dí cuenta de la magnífica vista que tenía de nuestra gran casa flotante, roja y pequeña en aquel rincón de gigantes.
Yo quise cumplir mi promesa, hecha dias antes, de hacer pan con mis novatas técnicas traídas de Argentina. Un gran pan con frutos secos, y varios pequeños, con queso, pasas, guindas. Nada mejor que pan casero para convertir el barquito en un lugar más acogedor en el frío patagónico. Richard tenía harinas, levaduras frescas y frutos secos. Comenzó así un silencioso pero competitivo turno de hacer panes, con el consiguiente gasto de gas que Richard, como buen capitán, intentaba controlar. Él se llevó su masa, para leudarla, a su cama, y dormía con ella calentándola. Olga y yo nos partíamos de risa cuando dije que se iba con su «novia» por las noches, hasta que días más tarde decidió hornearla.
Las tardes llegaban pronto y las montañas se camuflaban en humedades vivientes y frías; todo parecía inhóspito allá arriba.
Decidimos ir a explorar el río con tiempo. Armados con caña de pescar, termos con tés caliente y ganas, amarramos la barquita en una orilla rocosa e intentamos pescar mientras el nivel de agua era alto. La marea bajaba por segundos, y tuvimos que movernos con rapidez para no quedar varados. Ví un gran pez en la orilla de un pasaje de piedras sin profundidad, e intentando pescarlo, enganché una cucharilla en las piedras. Recuerdo mis pies rojos de frío cuando volví de desengancharla en el río, y casi insensibles.
Juntamos algo de madera empapada para intentar encenderla en las estufas del barco, y cuando quisimos darnos cuenta, casi no había agua para volver, lo que ocasionó un impactante descenso en el dinghy por rápidos con varios golpes en rocas que, según Olga, que podía ver a Richard de frente, le hicieron poner gestos de inmensa preocupación.
Cuando alcanzamos aguas más profundas, aún en el río y sobre el delta cubierto, nos dimos cuenta de que no habíamos disfrutado del té con dulce. Así que lo sacamos y lo degustamos en silencio, moviéndonos suavemente hacia los mástiles del Issuma.
Buena pescaria no…
Mmhmhmh… no.