(versión del diario del anterior post)
13 abril 2015
Estoy en una goleta de acero, en una cala inimaginable.
Sobre la cubierta, tumbado boca abajo para escribir y para recuperar mi espalda de la fatigosa noche de turnos navegando hacia los fiordos chilenos del sur. He ayudado al capitán en lo necesario y me permito mi gozo. Richard.
Olga es la chica de a bordo, es chilena y dice que este es el lugar más bonito de Chile.
Hay árboles de aquí -ya no recuerdo sus nombres- y se asoman hasta un metro por encima del agua, junto a otros arbustos y helechos. En ese metro hay rocas de un gris redondo que dan ganas de conocer personalmente, una por una, a la sombra de las ramas más atrevidas que se ciernen sobre ellas hacia aguas limpias que no son otras que las del pacífico.
Una suave brisa soleada mueve el molino de viento del barco; junto a su sonido, el de las olitas en las amuras del barco y del dinghy. Y el de leones marinos en alguna orilla.
Me despertó Richard al amanecer y me puse al timón boquiabierto viendo unas montañas nevadas desde las islas a las que entrábamos. Volcanes. Nieblas nocturnas huyendo del día como vampiros, luces luchadoras entre ellas, y un pescador.
Quizás el pescador nos odie como yo odio a los veleros que llegan a lugares recónditos donde me encuentro a veces, míos; veleros consumidores de placeres fáciles, de gasolina y de dinero.
Pingback: Hacia los fiordos - Yo, me largo.