Natación

La última cruzada de los Andes: Capítulo tercero

20 Marzo 2015

Continué hacia el siguiente refugio de mi ruta; había oído que el refugio «Natación» estaba construido en la orilla de una laguna de las alturas. Pero primero tenía que cruzar el río Azul. Un placer, porque en un lugar se encajona maravillosamente entre dos montañas de roca hasta el punto de poder pasar de una a otra por encima de su cañón, con un salto largo o la ayuda de unos troncos viejos. Más abajo, el cañón se abrió y pude ver por qué el río tiene ese nombre.

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El ascenso posterior fue intenso pero siempre lindo. Los bosques se transformaban cuando la horrible pendiente se relajó, aparecieron claros con pasto verde y blando, lagunitas con patos e innumerables arroyos siempre potables.

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Al final de un día de pasos pacientes llegaba al refugio, donde dos ‘refugieros’ majos y algunos otros caminantes descansaban con paz. Tuve mucho tiempo de luz para recorrer los alrededores y buscar el mejor sitio para mi campamento. Estaba tan feliz con mi rincón que creo estuve allí hasta cinco días, estirando mis viandas. El refugio quedaba a unos pasos de la orilla de una laguna fría y poco profunda, azulada. Era pequeño pero tan acogedor como los otros, con todo de madera menos una enorme estufa de barril oxidado y los plásticos de las ventanas. Unas humildes mesas de madera con bancos estaban cerca de la orilla, que podía recorrerse con los pies en el agua por todo el perímetro, cerrado con arbustos y playitas de musgo verdoso. Una pequeña isla con pastito y arbusto también abría posibilidades de exploración. Era como un jardín japonés.

El refugio junto al lago y el pico que me reta

El refugio junto al lago y el pico que me reta

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Hacia el oeste se levantaba un abrupto pico rocoso y nevado que desde el primer momento me llamó a escalarlo. Las vistas tenían que ser demasiado buenas, y sería la coronación en esta etapa de refugios bolsónicos. Mi campamento quedaba en un altillo sobre un lado de la laguna, con vistas a ella y a montañas lejanas del este. Hice una cómoda cocina de piedra, y llevé troncos para sentarme… El refugio quedaba a un ratito y mi lugar estaba aislado. A los alrededores, explanadas grandes de pasto y un río que las cruza y baja desde el pico nevado, potable. Lagunitas con patos que siempre se asustan y vuelan cuando aparezco -mierda-. Y dos caballos libres y desconfiados que estaban siempre en diferentes lugares, a veces me despertaban en el campamento, otras los encontraba cuando buscaba madera, a un kilómetro de distancia comiendo frutos de los árboles y dejando rastros de abono fresco. Creo que son los caballos más felices que he visto.

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Los desayunos al sol. Huevo, tostadas, café rebosante, olor a humo, calor, hamaca. Con esos despertares luego me iba a explorar con fuerza, una vez a un refugio cercano, Hielo azul, en el fondo de un valle. Otra, en la que salí tan solo con una cantimplora y no pensaba llegar lejos, acabe picándome y encaramándome al famoso pico amenazante que cada día me quitaba el sol antes de tiempo. Me vengué escalándolo con furia y sin descanso, sin aliento, con una energía que no sabía de dónde venía.

Cada vez hacía más frío y no tenía ropa ni nada, pero no podía volver atrás sin coronarlo. Y toda escalada tiene gran recompensa, a cada paso todo embellece, la laguna ya quedaba allá abajo, el diminuto refugio casi ni podía verse. Seguí.

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Cuando coroné, la manchita blanca de nieve que se veía de abajo era un gran bloque glaciar helado. Empezaba a tener una posición elevada sobre todas las cosas que me rodeaban. Rachas fuertes de viento frío me preguntaban si estaba seguro de querer seguir básicamente en bolas. Para ver el oeste, siempre tenía que seguir subiendo hasta otro cerrito más arriba…

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Pero cuando estuve en lo más alto, claro que mereció la pena. Mi imagen de los Andes antes de conocerlos, con escarpados picos de todas las formas y alturas, afilados y en cordilleras como mandíbulas, infinitos hasta donde alcanza la vista y más allá, se abrió ante mí.

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Satisfecho, caminé sobre el hielo de vuelta, canturreando y dando pasos de niño, hacia mi hamaca en el campamento. Al día siguiente descendería a la ruta y pondría rumbo a Bariloche.

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