21 agosto 2014
Delante de mí, un interminable túnel de madera.
Una pasarela hacia el Amazonas.
Nunca deseé tanto llegar y encontrar al Amazonas, para tirar mi mochila en el barro y zambullirme en las aguas sucias, marrones, café con leche, de este río.
Quiero quitarme todo el barro, mierda, bichos y pajas que he acumulado en esta travesía. El montón de litros de sudor.
Vengo de cinco días en la Amazonia peruana, cerca de Iquitos. Sólo dos días después de llegar a esta ruidosa y polvorienta ciudad, necesité y busqué mi vuelta a la selva. Un suizo que conocí en el último barco y que resultó, tal vez, aún más loco que yo, se viene conmigo.
Varios días disfrutando de la magia peruana en casas y poblados de una ruta aleatoria junto al río Mazán, cocinando al fuego, durmiendo donde cayésemos y aceptando la hospitalidad de los locales. Sin duda despertamos el interés de todos ellos, especialmente de los niños, cuya timidez les hace observarnos con completa atención y sin articular palabra, largo rato, mientras se multiplican en un recreo de su escuela junto a nuestro refugio, en una mañana cualquiera de un poblado idílico. Sólo algún gesto estúpido de los nuestros les arranca una risotada.
Hemos cruzado desde este río al Amazonas por selva virgen, a machete y ganas; el cansancio infinito se mezcla con el sudor pero la adrenalina nos hace sonreír: al fin y al cabo veníamos a esto, a la selva. Una gran tormenta embellece el horizonte amazónico mientras esperamos barco. Panorama de grises-azules en el cielo, una masa blanca de lluvia se aproxima.
***
El barco que nos lleva de vuelta a Iquitos es viejo, roído, con olor, años, gente. Pequeño y acogedor, igualmente. Tardará unas dos horas. Leo sobre el Ahora y me vuelvo consciente y despierto.
Despierto, observo a mi alrededor.
Las uñas rosas del pie de una mujer tumbada en un lateral tienen mucho color. Ella tiene malaria, según dijo en la orilla. Duerme.
El marrón de la madera vieja del barco es apagado y triste, pero los colores de la carga, bananas, papayas, bolsas, gallinas, y uñas, lo electrizan.
A mi lado, un jóven llega nervioso de pasear por el barco, y como no tiene ni celular ni ordenador, como en los viejos tiempos, se entretiene sacando su cartera. Lo primero en ella es una foto, como en los viejos tiempos, de una chica. Su chica.
Yo miro de reojo, él la mira, saca la foto, la toca, se la acerca a los ojos, comprueba si estoy mirando, pero desvío mi mirada con el tiempo justo para que sus ojos no encuentren los míos. Vuelve a mirarla. Y yo.
Saca un llavero, se entretiene, lo mira y le da vueltas; busco otro foco de belleza.
A mi izquierda, una niña que estaba inquieta ha conseguido relajarse, ante la tardanza del trayecto, en el cuerpo de su padre, y su cara está incrustada en un jersey negro. Solo alcanzo a ver su ojo derecho. Es perfecto, su piel, sus pestañas, es negro muy negro y lo blanco muy blanco. Le dibujo una sonrisa en mi cara, y casi en el mismo instante, sin mover su cabeza, detecto su sonrisa de vuelta por un simple estiramiento elástico de los contornos de su ojo.
Busco más.
Al fondo, junto al ruidoso motor, un hombre aburrido de hacer el mismo viaje diariamente está sentado junto a una ventana, cerca del agua, su escape, su libertad, sucio, con olor a gasolina y humo, con mucho ruido, pero su sitio preferido al fin y al cabo, según noto en la expresión de su cara. Nos cruzamos la mirada: esta vez no hay sonrisas.
El muchacho de la foto ha conseguido estar tranquilo: está pensando en Ella.
Es una descripción sencilla cargada de lirismo y evocaciones del material del que está tejida el alma humana.
!!!!!!!!!!!!!!!!
Me parece exquisita. Sin pretenderlo estás haciendo literatura. Nunca pienses que estás perdiendo el «tiempo» sólo por no estar COTIZANDO. Nunca, nunca!
Cuántos frutos, Dani! Qué trabajo tan PRODUCTIVO haces ahí y ahora! Fuck Bcn!