1 Octubre 2016
Es ese olor a caca de Yak fundiéndose en las estufas de los poblados el que caracteriza estas alturas de Solukhumbu: no existen otros materiales, literamente, para combustionar. Atrás quedaron el arbusto y el árbol, y con ellos, los depósitos de madera que se veían junto a algunas casas. No es un olor agradable, pero sentirlo significa acercamiento a humanidad, calor, té y calentamiento de pies y manos. Además, por encima de los 4000 metros y sin vegetación escandalosa predomina la ladera lisa de hierba dura y cortita, que facilita mi acampada allá donde no hay una excesiva inclinación, y me deja ver las vistas incomparables al menos en las primeras horas del día, sin nubes.
Esta hierba, que tiene raíces profundas como muelas en la tierra, la corto como pastel en cuadrados con el cuchillo y la extraigo para usarla como estropajo al fregar sin jabón: ambos lados son perfectos para este fin, como los del vileda. La hierba superior se lleva las morceñas y la arena inferior barrosa acaba con la grasa. Me vienen, con los estropajos y los paisajes, reminiscencias de lugares remotos, Perú o Tasmania, donde hacía lo mismo… además de pasar frío.
La gente sherpa sale lejos a recoger cacas de Yak, que colocan en una cesta artesanal que cuelgan sobre la espalda desde la frente, como todo peso pesado que hayan de cargar. A veces no sé si recogen setas o cacas; un trabajo común que ví de cerca en Dzongla es juntar grandes cantidades de caca en montañas y humedecerlas formando una pasta de ‘hierba digerida’ de la que hacen, con guantes, grandes bolas con las dos manos como si cocinasen albóndigas, y las arrojan con fuerza sobre las rocas -las otras protagonistas del paisaje-, alineándolas y quedándose pegadas por la humedad en filas y expuestas al sol para secarse (si no, no arden). Otra manera de secarlas es colocarlas en líneas, como panes, sobre el suelo de hierba dura y darles la vuelta al rato o al siguiente día si no llueve (enormes plásticos las protegen del agua si es necesario); también es común verlas de pie de dos en dos, apoyadas la una contra la otra para acelerar el secado. Grandes rocas y prados con caquitas redondas artesanales.
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En este hermoso lugar -poblado en Khumjung- tomé mi primer descanso en el agotador periplo por los altos Himalayas. Fue una mañana tan deliciosa por esta meseta elevada con vistas al Ama Dhablan y a los otros monstruos blancos de alrededor, con claridad y buen sol, que interrumpió los planes de atacar el elevado paso de Chola, a unos kilómetros, el que nos haría pasar hacia el valle del glaciar de Ngozumpa, al oeste.
Cerca de la aldea y sus caquitas encontré un mirador natural acabado en punta con una de las clásicas torrecitas de piedras en su extremo. Sabiendo que una mañana clara y abierta como aquella podría no repetirse en días, me postré en ceremonia matutina, al sol, sin frío, dí tiempo a la meditación y al menos dos horas pasaron en un elevado estado de felicidad y gratitud frente a las montañas que he de mirar alzando la mirada en vertical. El lago Chola se acumulaba taponado tras el glaciar del Taboche, que baja de las mismas, y la vista era inmensa. Aquella tarde hicimos un grupo para bajar a explorar el lago y hacer picnic, y estuvo protagonizada por el encuentro con un yak salvaje imponente cuyo acecho era más pavoroso que el del toro, su aliento exhortado violentamente por su hocico en dos columnas divergentes en el frío, sus cuernos largos capaces de lanzarnos a metros de distancia, sus grandes faldas de pelo llegando al suelo, sus pelos rizados en la frente dándole el poder del bisonte; sus dos pasitos al frente, cuando nos acercamos finalmente, haciéndonos huir rápidamente entre risas.
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Serían las 7am del día siguiente cuando nos pusimos en marcha hacia el temido Chola Pass, un pase elevado a 5600 metros, para entrar en otras rutas más occidentales del territorio everestiano. A las 9.30 ya estábamos en una escala elevada donde descansar a ver una de las mejores vistas himalaicas que registré.
El día seguía soleado a esas horas, y la siguiente etapa era sobre nieve blanda y un glaciar hasta el punto máximo, por el que caminé junto a cavernas de hielo con estalactitas chorreantes. Hacía ya mucho tiempo en yomelargo que me había quedado sin gafas de sol, y me advirtieron que ese pase con aquel sol sobre la nieve blanca iba a dañar mi vista. El estilo sherpa es colocarse algún material sólido y opaco sobre los ojos con un agujero diminuto sobre la zona de las pupilas para ver algo sin que entre tanta luminosidad… pero no pude improvisarlo y una chica oriental me prestó una tela fina que me coloqué a modo de venda para pasar el tramo. Como no veía casi nada, no disfruté del paisaje entre los tropezones que sufría al intentar poner los pies en las huellas de mis predecesores.
Ya en el Chola Pass, tras un último ascenso complicado de resbalones sobre hielo y nieve, fue la segunda parada, para digerir un snack, galleta y agua mientras observar las dimensiones del ‘otro lado’, una nueva vista a otros cerros rocosos y nevados. Corrientes de viento movían nubes altas cercanas y cambiaban el tiempo por momentos, del sol al granizo. Aún habiendo alcanzado ya el campamento base del Everest o el cerro de Kala Pathar, objetivos finales para muchos, aquel pase fue bautizado por mi ironía como Mordor, o el volcán de fuego donde tirar el anillo. Más intransitable que aquel, no pasaría ningún otro lugar, ni más elevado; todo a partir de aquí sería en relativo descenso. Un compañero chileno se despidió antes de lanzarse rocas abajo con intención de llegar de prisa sin pausa hasta Salleri, lugar donde todo era fácil, había vegetación y prados verdes, bosques, animales domésticos, casas de madera, sol, precios baratos y en definitiva, bienestar.
-«Lanza el anillo, Sam Sagaz» -tenía cierto parecido- «y vuelve de nuevo a las tranquilas tierras de Hobbiton», -le dije.
-«Abandona esta montaña hostil y cuídate de los horcos en tu camino»
Los orcos, he de decir, eran las hordas de chinos que van en grupos inmensos bloqueando el camino lentamente y hay que evitar en las peligrosas altitudes que recorríamos.
Con el día empeorando por momentos con cortas granizadas y un complicado descenso, recuperamos una altitud decente con ruta de monte y no tan rocosa y, tras horas de vientos fuertes, algunas lluvias y más banderas tibetanas y caballos de viento, viendo aves de extraños sonidos que parecen no inmutarse ante las heladas ráfagas y fríos, entramos en la diminuta aldea de Dragnag, pegada al lado este del infinito glaciar de Ngozumpa, un glaciar que sería protagonista en los próximos días.