Abril 2016
Pasando por Hobart de nuevo sin un rumbo concreto pregunté por la playa más cercana para pasar una noche más sin gastar y pensarlo. Sigo pensando que no hay nada como viajar a dedo. A veces incluso deciden por tí a dónde vas. Y además, ¿hay algún transporte más cómodo que un coche? ¿más barato? ¿se conoce gente como estos dos notas, que eran de esos hombres desafortunados, solitarios, descuidados y sin mujeres, que llevaba uno al otro al dentista tiernamente y que eran tan buenísima gente?
En fin, a dedo llegué a Kingston beach, una playa agradable con todas las facilidades de esta sociedad moderna.
Por la mañana, después de un paseo hasta el final y por caminos de bosque y confiando mi mochila a las arenas, salté al paseo marítimo un segundo para decidir hacia dónde partir y justo una voz dijo mi nombre.
-¿Ben? -contesté.
Ben era un muchacho barbudo que trabajó conmigo en Adelaida y con el que intercambié unas palabras con prisa un día: las suficientes para saber que era un tipo majo. Pero el trabajo no nos dejó más tiempo y nunca nos despedimos.
Tras una abrazo apropiado ví que estaba con una mujer mayor: visitaba a su tía con su padre y en menos de 3 minutos nos dimos cuenta de que teníamos los mismos objetivos por visitar en Tasmania y los mismos planes. Ben era el amigo que estaba esperando.
Su generosa tía me dijo que me quedaría en su casa con ellos sin siquiera preguntarme, y en seguida viajábamos en su cochazo hacia allí. El ambiente era el de dos hermanos (padre y tía) que se encuentran tras mucho tiempo y están de buen humor, y un sobrino (Ben) que tiene un amigo de visita. La casa era una mansión con vistas a Huon river, y la comida de aquel día los cuatro en la cocina no fue tan buena como la conversación de sobremesa sobre temas existenciales que probablemente inicié yo, inconscientemente, debido a mi constante reflexión viajera.
El padre de Ben la interrumpió con excusas porque aquella tarde querían visitar un lugar al que me apunté sin pensarlo: el Tahune forest reserve, con más árboles grandes y más altos aún que los ya vistos, pero esta vez con una estructura de pasarelas para caminar entre sus copas! La entrada era cara pero el padre bromeó con que ahora estaba con una familia ‘wealthy’ y que todo estaba cubierto! Mhmm, a veces el destino es tan afortunado que me hace reír.
Recuerdo que dos enormes ríos se juntaban en Y, aguas arriba del importante Huon. Entre las copas de los árboles miramos en silencio aquellas vistas. Ben y yo estábamos tan contentos de habernos encontrado que decidimos alquilar un coche para recorrer nuestros objetivos. Desde Nueva Zelanda que he tenido envidias sanas de las libertades mágicas que un auto da a sus ocupantes: las veía cuando me llevaban a dedo, y en Australia y ahora en Tasmania me pasaba lo mismo. Así que por fín, recibí del cielo mi momento esperado. Para colmo, cuando mi amigo y yo fuimos a recoger el coche más barato que había -tirado de precio-, nos dicen que por indisponibilidad de fechas -semana santa- nos van a dar uno más grande sin coste. Nos miramos con cara de aprobación.
Al salir, ví que teníamos a nuestra disposición un mitsubishi deportivo automático, y azul. El tema empezó así, con risas, hacia el lugar más austral de Australia, valga la redundancia: la south east bay/cape.
Dejando el coche alejado, tuvimos que caminar al menos dos horas de trek hasta el cabo que nada tiene delante excepto la ya cercana antártica. Nos recibió un atardecer de miedo y no tuvimos mucho tiempo para observaciones: acampamos en un pequeño espacio tras la playa y cocinamos nuestra cena. Era bueno poder cocinar a medias con un compañero. Teníamos salchichas y la primera cena fue junto a un bienvenido fuego que nos ayudaba también con el frío.
La mañana siguiente continuamos avanzando entre arrecifes y rocas, con olas levantándose tras chocar muy cerca, aprovechando la marea baja. En ocasiones ascendíamos a las alturas para rodear acantilados y atravesábamos bosques ricos en vida, cuya apreciación ha de hacerse con los ojos bien abiertos: en una ocasión Ben, caminando delante de mí, paso junto a una víbora preciosa, sin verla, que escapó rápido junto al sendero. Era una de las tres serpientes que viven en Tasmania: son venenosas las tres.
En el este de Tasmania, tras una noche frente a isla María, llegamos a Freycinet, una península perfecta para excursionistas con senderos de uno o varios días, y donde dos playas separadas por un estrecho istmo son de los más deliciosos caminares que recuerdo de Australia, tal vez por la paz, por la hora del día, el silencio, por la soledad compartida con un amigo que camina adelante o atrás, lejos o cerca, pero que sabes que está ahí. Había tiempo para parar, perseguir lentamente a las pequeñas gaviotas blancas o para observar una serie de conchas totalmente nuevas para mí.
Quizás el lugar preferido para mí en Tasmania fue la ‘Bay of fires‘. Las rocas presentan un color intenso naranja por un hongo local que contrasta maravillosamente con el azul marino y con el blanco de arena fina de unas perfectas playas que parecen estar encerraditas entre las mareas y el fuerte verde de esta vegetación local. Montes verdes de fondo y árboles que parecen haber sido ubicados por un paisajista; vacas lecheras felices y entretenidas con los primeros rayos del día, casas-granjas donde pasar una y mil vidas: sería imposible cansarse de tanta belleza y perfección.
Hasta la carretera es bonita, ocupada únicamente por algún que otro madrugador visitante que también está impregnado de buen humor por lo épico de esta costa.
Carreteras de Tasmania es lo que se me quedaba a mí delante cuando mi pobre Ben tuvo que volverse antes que yo porque volaba a Adelaida. Me dejaba así con aquel auto azul y el sueño de conducir con libertad y sin límites hecho realidad en una de las islas más provocadoras del mundo para un conductor.
Era solo un día y medio adicionales, y aun echando de menos a mi Ben, pues era un jóven con cabeza, no pude saborear más los kilómetros. No han cabido en yomelargo los alquileres de coche por el bajo presupuesto, y cuando paré en una playa a hacerme el primer té rápido de estirar las piernas, solo el saber que mi autito estaba detrás de la duna esperándome para irme cuando yo quisiera y no cuando quisiera un conductor que pasase, hizo aquel té superior.
Los paisajes son tan abrumadores que paraba, una y otra vez, en el arcén con la cámara en la mano para hacerme con la sensación de que, aunque viajando tan rápido como se viaja en un coche y con la atención en el volante, aquello no me lo estaba perdiendo.
Escaneaba contínuamente las decepcionantes radios tasmanas buscando algo de buena música que reventase ya el momento. Paré incluso a saludar a un gran toro. Me metía en los pueblos pequeños aunque fuese dos manzanas para saborearlos, tomar un café en la calle principal cuando llegaba el frío, o ver algún rincón, la expresión facial de algún viejo, o alguna habitación por una ventana, que inyectase imaginación a mi afortunado presente.
Sí, en mi cabeza, en la última puesta de sol de Tasmania, que rozaba los picos de una pequeña sierra, la afirmación celestial de mi suerte y, aunque indiscernibles en la cara, las correspondientes sonrisas internas.