Bima, Sumbawa, 28 abril 2016
Llego a Sambori en una moto con Zoe, mi ya amigo de Bima. Cuando me habló en la calle al llegar, le rechazé instantáneamente pensando que quería dinero o algo. Pero después confié, supongo que miré bien en sus ojos y le ví. Me ha ayudado de verdad. Me ha regalado sandalias cuando mis chanclas morían y me ha propuesto planes en Bima sin interés.
Al final, una compañía ideal, y hasta conversaciones interesantes sobre amor y religión.
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Hoy hemos pasado el día en las alturas. En una aldea tradicional llamada Sambori, el origen indígena de Bima, en las frescas montañas cercanas.
Se asoman curiosas a la puerta de su casa unas muchachas, las más bonitas que he visto en Indonesia. No se dejan fotografiar. Cuanto más se pierde uno en lo remoto, mejores joyas se encuentran. Eran muy niñas pero con esa madurez cautivante y contenciosa que despierta interrogación y curiosidad, confieso deseo, no tanto por tenerlas sino por la remota pero abierta posibilidad de madurar una relación desde el abismo cultural, con paciencia, y forjar un amor único y remoto, abandonando todo por descubrir si sería capaz de vivirlo y masticarlo lentamente, desde el respeto y la aceptación cultural, social y psicológica que significaría romper con tantos clichés y reglas. ¿Sería capaz? Con amor, supongo.
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En la aldea, existía un silencio por debajo de todo muy especial. Solo podía oír los ruidos que cada habitante hacía en su casa al acercarme. Lo demás eran solo gallos. Ancianos doblados de espalda y trabajadores del campo. Casas de madera bonitas escalonadas en la pendiente, cada una con su parcelita verde. En general todos sufrían gran choque al verme, y me seguían en la distancia como desconfiados, solo los niños sonreían ante la novedad del pueblo. En algunos sitios ví cosas escritas en sus lenguas originales, antes de que el alfabeto latino conquistara el país.
Desde algún ángulo podía ver los tejados ya modernizados de las casas, de aluminio, con la forma redondeada de la mezquita en el medio. El entorno eran campos de arroz y palmeras o bananeros hacia las alturas. ¡Qué mezclas y sabores extraños descubrí así en Indonesia!
No muy lejos de allí descubrimos, Zoe y yo, de pronto, un hombre solitario que se prestó a hablar largo rato con Zoe en lengua local, una de los millones de lenguas que existen en Indonesia. Parece haber una para cada pueblo. Yo me eché una siesta junto a él inevitable, por el calor y la sed: al verme, de alguna manera, entendió mi estado y abrió un espacio para ello en la pequeña bruga, entrando dentro y sacándome su almohada, el rey de él.
Con sus pequeñas dimensiones corporales, y el hombre trabajaba sus arrozales él sólo! Era el hombre más bravo que conocí en el mundo del arroz, que en Indonesia es siempre presente en cada curva. Era un arrozal perdido en una pendiente con varias terrazas y mucho trabajo. La cosecha se acercaba en una semana tan solo y el hombre parecía contento y satisfecho. Nos dio varios pepinos frescos de la huerta y cuando desperté dejé el espacio a varios visitantes que llegaban y continuamos descendiendo.
No nos fuimos sin parar en al casa del líder de la aldea de Sambori. Su mujer nos hizo esperar en una verdadera casa tradicional tal y como eran en su origen. Me sorprendió encontrar un hombre delgado, con buena apariencia y bastante inglés, del que saqué buenas conversaciones y al que dí varios consejos al ver su interés en fomentar el turismo en la aldea. Era sabio, tenía una voz grave y no me extrañó que liderara aquel lugar al sentir mi propio respeto crecer hacia él con sus palabras y generosa actitud.
El sol estaba bajando y Zoe no quería volver tarde porque la moto no era suya. Me daba pena dejar las frescas y pacíficas alturas de Sambori para volver al calor pegajoso y al tráfico.
Pero allí en una curva llegando a las llanuras, tuvimos que parar la moto porque el cielo nos regalaba un espectáculo de los de suspiro. Las infinitas hogueras que cada campesino había encendido soltaban humos que flotaban paralelos y hacían de la atmósfera algo denso y cargado, pero por alguna razón, hermoso. Hacía calor, los pájaros chillaban despidiéndose del día, el sol jugueteó con las nubes y salió debajo de ellas, y mi amiguete y yo sentimos paz.