13 Marzo 2015
Con el buen sabor de boca que Buenos Aires deja, a calor veraniego, milongas, buenos amigos, vino y fernet, viajaba yo en un viejo tren nocturno qe salió de Constitución hacia Bahía Blanca. Al amanecer, me apeé en un lindo pueblo veraniego llamado Sierra de la Ventana. Estuve cuatro días en un camping haciendo un delicioso verano argentino en el que, de nuevo, los otros jóvenes del camping eran mi pandilla de confianza desde la primera tarde. Visitas a diferentes lugares del río, baños, asados, familias enteras disfrutando, mate, sol. Largos paseos también en solitario a los cerros cercanos y a las puestas de sol, como en casa.
Tras mucho dedo y otros pueblitos y playas grandes en que caí por azar, llegué a la región de Chubut, en la Patagonia. Llana, vacía y seca, pero especial. Bajé hasta la península de Valdés, donde viví otro verano diferente, esta vez me sentía en una isla, en un lugar aislado, diferente, magnético, aunque ya algo frío. Como una Formentera austral y otoñal para explorar, o sea, de nuevo como en casa. Pero con una peculiaridad biológica.
La península es uno de esos lugares para biólogos y amantes de la fauna salvaje. En los días que estuve allí conté numerosas especies jamás vistas por mis ojos conviviendo en un hábitat único en el mundo; la península tiene algo especial si es escogida por tanta «gente» animal.
Desde Puerto Pirámides, donde tenía mi base y una playa de marea enormemente variable, hacía excursiones por la costa y encontraba otras playas cuyo suelo estaba cubierto por una roca afilada sobre la que caminaba con cuidado, descubriendo piscinas naturales llenas de extrañas algas y moluscos. Unos bravos cangrejitos caminaban dentro de ellas. Me sentía sólo en cada rincón que una aparentemente incompleta erosión había creado en esta costa peninsular. Pero cada uno de ellos le daba más fuerza y exclusividad al lugar…
A parte de darme mis últimos baños fríos de otra despedida del Atlántico (quizás la última) en esas calas y playas desiertas, porque el verano se acababa, me perdí entre especies animales de estas latitudes que no contaba con ver. Un regalo en mi ruta. Desde el nivel alto de la meseta peninsular y al borde de sus acantilados se divisaban otras micropenínsulas, a poca altura sobre el agua, que servían de hogar para colonias de numerosas especies voladoras.
Pero un día encontré algo mucho más impactante. Una gran colonia de leones marinos disfrutaba al sol de su eterno no-hacer-nada, salvo tal vez tirarse al agua torpemente desde un alto, para cazar algún pescadito. O rugir terriblemente por alguna razón dominante o sumisa. Eso y un pelaje ancho en el cuello de los machos les da su nombre, o el de lobos, son grandes trozos de carne con patas tirados en la roca, y usan sus brazos y pies en forma de aletas para dar torpes pasos sobre las escarpadas rocas, hasta el punto de que uno no sabe cómo esas manitas dobladas soportan tanto peso en sus avances sobre el duro suelo. Eso sí, cuando se dejan caer al agua les viene a ver Arquímedes y son tan rápidos que uno no puede seguirles con la vista. En seguida se alejan y desaparecen.
Muchas risas cuando se bajaban al agua por un tobogán natural, se calzaban unas hostias elegantes, pero no se quejaban, como si fuese parte innata de su condición. Y para remontar y salir del agua, cogen carrerilla e intentan posarse en una piedra que les aguante el tirón, cosa que en pocas veces sucede. Tienen piscinas en sus mesetas donde las crías parecen aprender antes de irse a lo grande, como pájaros que se tiran del nido.
Les gusta el sol. Y rugir. A veces sale uno del agua rugiendo como loco, como diciendo, Ojo, que llego, y se provoca un revuelo grande entre todos los demás, a veces se le acerca otro que parece que se va a liar la de Amancio pero tras unos rugidos y estiramientos de cuello uno frente a otro, alguno se lo piensa bien y se va por otro lado… hasta la época de celo. Tales rugidos eran entre desagradables y raros, como de otro animal, a veces de oveja, a veces de bestia ancestral. Feos.
Las puestas de sol estaban enmarcadas por un halo aún veraniego de paz y bienestar, mi soledad y mi sandwichito, que me hacían sentir como en algún alto de las Baleares donde también había poca gente y hacía fresco porque aún era primavera, como aquí ya es otoño. Me debe de gustar a mí eso de evitar aglomeraciones y hacer que los lugares sean más íntimos.
Aunque supongo que a todo el mundo le gusta tener una playa para sí mismo, sin niños ni paletas, sin gritos ni vendedores, sólo con el viento y el sol. O quizás una única persona cruzando en la distancia, una chica linda que quizás pudiese romper esa soledad pero sin que molestase. Y que le llene a uno de fantasías.
En fin. Un día me fui hasta la punta opuesta de la península de Valdés. Allí había otra comunidad o harén de leones, parece que al decir comunidad estuviesen allí cocinando y organizados, construyendo un refugio. No. Eran leones tirados en el suelo junto a las olas. Pero con sus crías tan cerca del agua que se daba un espectáculo cruel y maravilloso de la naturaleza: tuve la suerte de ver orcas, sí, ballenas asesinas, las más voraces y carnívoras, en lo alto de la pirámide de alimentación marina, muy bestias, pero preciosas. Se movían super-inteligentemente en parejas, acechando para, en la ocasión esperada, llegar con una ola hasta la orilla y enganchar con sus dientes un león marino cría, o no, lo que sea, y devolverse a las profundidades con ello. Con el peligro de quedar varadas. Las cabezas de los leones grandes se erguían vigilantes pero sin embargo todos se quedaban en área de peligro. Un espectáculo.
En otra esquina de la península a la que llegué con un matrimonio jubilado de franceses, a dedo, claro, me encontré un grupo de pingüinos de magallanes, rezagados ante la tarea de emigrar, aprovechando los últimos calores, siempre tan cachondos y torpes. Unos tumbados, otros caminando con esos piecitos, pero los nadadores más ágiles que he visto. Como peces.
En otro rincón, los hermanos mayores de los leones: los elefantes marinos, como tres o cuatro veces más grandes, realmente como elefantes, con esa trompa fea grasosa que tienen por nariz los machos, que se desangran unos a otros cuando se pelean, de nuevo por temas de machitos. Estos ya ni dan pasitos como los leones. Son demasiado gordos y se mueven como enormes larvas en el suelo, como gusanos, reptando toda esa grasa descomunal en impulsos perezosos. No sé si estoy alli o en el sofá de casa viendo un documental de la 2.
Desgraciadamente en esta época ya no están las ballenas gigantes, la franca austral, que dan fama a la península por hacer aquí su mayor migración mundial, y sus avistamientos, pues se acercan a las orillas y muestran sus colas con gracia.
En otro auto veo, desde la ventana, un grupo de ñandúes, como avestruces, corriendo como pequeños dinosaurios despavoridos y alejándose de nosotros en la luz de la tarde. Habré cambiado de canal?
Para acabar, con esta otra familia que me lleva felizmente por la península, visitamos un viejo faro impresionante que también es hotel, y me deja esta visión de recuerdo de la inolvidable península de Valdés, un lugar único, pacífico y donde se ve un documental contínuo sin televisiones de por medio.
Tu relato es mejor que un documental. Me has hecho reír a trompicones a través de una lectura muy amena y agradable.
No querría yo reencarnarme león ni mucho menos elefante de ésos. Qué fatiga.