Un día conocí un hombre en Nauta, Perú, de esos que insisten en invitar a un gringo aleatorio como yo (ellos nos llaman también «mister») a un trago sobre una agrietada mesa de madera que habrá recibido cientos de golpes ebrios de vasos opacos.
Me confesó que tenía 12 radios y le gustaba sintonizar una onda con cada una. Por las mañanas, iba oyendo todas, pero sólo le gustaba una. Vivía solo.