Varios días transcurrieron en Uyuni mientras preparaba mis navidades. Hay ciertas fechas en el viaje que uno no quiere que pasen inadvertidas o indiferentemente, como nochebuena, nochevieja, un cumpleaños o los cabos de año desde que partí. Han de recordarse siempre.
Quizás sea por la gran extensión blanca y aparentemente navideña que puede ser un desierto de la categoría del de Uyuni; quizás inconscientemente escogí este lugar para estas navidades por eso. A veces no distinguía entre el pisar crujiente del hielo europeo y el de aquella dura sal.
En un lugar tan inverosímil como este desierto, cualquiera quiere acabar año o empezar vida nueva. Con el sabor a menudo distante de la sociedad boliviana como base, la soledad se engrandece y desde ella, se abre hacia el infinito un espacio salado y demasiado brillante en las retinas que reitera silencio, soledad y hasta locura. En mi primera entrada a él, camino por una vía con raíles de dudoso paralelismo hasta un cementerio de trenes que copa esa sensación de incertidumbre entre lo agradable y desagradable. En tal lugar no sólo mueren trenes sino perros de vida cruel.
Sin embargo, es la luz del momento del día escogido -la puesta de sol- y su dorado haz la que dispara un sinfín de matices óxidos y ferruginosos en locomotoras de vapor sobre la arena infinita que harían las delicias de cualquier fotógrafo. Uyuni es único y tiene equipo para demostrarlo.
De nuevo sin concertar un desanimado y caro tour y adentrándome con la mochila en lo desconocido a dedo, el día 24 de diciembre una familia argentina que visita abuelos bolivianos me mete en el salar de golpe y me regalan mi primer impacto con la nada: un aperitivo.
Los reflejos de Uyuni son los culpables de que se compare al lugar con el cielo. Cuando observaba a la gente en la distancia, creía que estábamos todos paseando felices por el limbo, habiendo descubierto que nos espera algo detrás de la muerte y esperando a que ocurriese algo, como una sala de espera.
Me dejaron en un lugar, al otro lado de la nada pero aún en la nada, que no habría podido escoger mejor para aquella noche. Al igual que allí donde sólo hay barro se hacen casas de barro, aquí se hacen de sal. Una posada hecha de sal y una montaña detrás con cáctus de cómic que me permite subir a testear la primera puesta de sol ante el salar de Uyuni.
En el hostalito, al ir solo, me inmiscuí con los curiosos encargados en unos días de confianza, juego, familia, uso privilegiado de cocina y comidas de regalo. Los padres no estaban y los mozos, niños y yo fuimos unos hermanos sin padres que juegan libremente en una extraña navidad. Se quedaron tan anonadados con mis cocinitas hechas de lata que hube de hacerles varias y se las enseñaban a los visitantes.
Por las tardes me entregaba al gran desierto blanco. Mis huellas se quedaban detrás de mí y las iba mirando como a mi sombra orgulloso de dejar legado, quién sabe hasta cuándo.
Cuando llegué a Río de Janeiro fui directo, el primer dia, con otro couchsurfer de la misma casa en que me quedé, a ver una magnífica exposición de Dalí. Curioso haber visto en Brasil la mayor muestra del genio de Figueras. El caso es que me quedé loco observando las dimensiones variadas de sus desiertos, las sombras infinitas de los extraños personajes que, según su imaginación, caminaban por ellos. En Uyuni me encontré con Dalí.
Una tarde, y a cierta hora, la monstruosa sombra de la montaña que me amenazaba detrás crecía y venía directa hacia mí. Con ella, fuertes vientos empezaron a batirme hasta el punto de tener que caminar hacia la izquierda para mantenerme recto. Las hojas de mi libro vibraban y casi se rompían y yo quería acabar mis párrafos, entender lo que estaba leyendo, agarrar la idea, pues estaba de reunión con el Ahora. La sombra era la tormenta, la nada, y yo era Bastian leyendo mi libro en el desván, luchando contra la intemperie de la historia interminable. Los vientos espontáneos me tiran granos gruesos de sal que me golpean las piernas y el polvo se mastica crujiente.
El surrealismo infinito me hace reír. Una lata me adelanta correteando, cada vez mas rápida y saltarina. Mi sombra crece y se convierte en ridícula. El suelo suena a cerámica rota al pisarlo, se forman trozos de sal y barro acristalados que me encanta romper como platos. Después los lanzo a las alturas, pero no los miro a ellos, miro sus sombras, que se despegan de la sombra de mi mano hasta casi tocar el horizonte, y luego caen con tremenda aceleración hasta unirse con la explosión en pedazos.
Camino y distingo lejanos autos en ruta por las inmensas nubes de polvo que se arrastran lateralmente, convergiendo cada vez más pequeñas hasta sus ruedas. Llego rápido a «casa» y me pongo a escribir pero todos los críos de la casa, que están jugando al escondite, se me abalanzan en la mesa a toca’9rme l23as tecl¡’¡as del od
eenador.
* * *
Nochevieja llega con un amigo alemán-sudafricano que compartió conmigo granja woffer en Perú. Tengo un plan alternativo para pasar estos días en la orilla norte de la nada, sin tours ni ovejas: una pampa verde donde cientos de llamas pastan y muchos flamencos meten rosita en el surrealismo, en la falda de un original volcán que tiene mil colores en su afilado cráter.
Una helada puesta de sol con sidra el 31, y una simplísima cena con una familia boliviana el 31, de pasta con tomate, da el comienzo a la historia. Un escueto y frío amanecer de madrugón el día 1, un ascenso al volcán, pasando por una cueva llena de momias centenarias de pequeño tamaño con bebés, y un descenso con puesta de sol dorada sobre el pasto y el salar con sus posteriores estrellas son las claves del primer día del 2015.
Pero para el día 2 teníamos una bala brillante en la recámara. Mi verdadero objetivo en el salar: una expedición con buena compañía a las profundidades de la nada, un caminar sin fín en el cielo, en el infinito, una pérdida de orientación y sentido hacia algo blanco que no se sabe donde se junta con el horizonte. Encontrar lagunas donde el reflejo de la realidad es la realidad del reflejo y experimentar paisajes y procesos geológicos ininteligibles para mí. Colores blancos y negros que salen del suelo que respira a nuestros pasos, con agujeros espontáneos cada mil. Chorros de caca negros de flamencos rosas, que si vuelan cerca en bandada paran la respiración. Llamas de todos los tamaños con su comportamiento surrealista. Colores tormentosos que crecen detrás de una iglesia blanca. Y el silencio. Ése silencio cabrón que saca un fuerte pitido de alta frecuencia en los oídos.
El cáctus del desierto nos despertó en las entrañas cuando se cubrió el sol, ya de tarde. Lo llaman San Pedro, y le pedimos que nos mostrara su espíritu y la grandeza del desierto con respeto. Se creó una cúpula redonda de nubes que nos envolvía: me parecía sentir la redondez de la tierra debajo y encima de mí. Las lagunas vibraron y caminamos sobre ellas, a veces sintiendo el lodo hasta las rodillas. El mismísmo caballo blanco Artax se habría hundido junto a mí. Mi amigo y yo nos separábamos a veces cientos de metros, haciendo el uno para el otro un idílico tapiz de alguien caminando con las manos en los bolsillos y observando con detalle cada rincón; haciendo un reflejo de nosotros mismos, otro espejo. A veces hablábamos, otras callábamos sonrientes mientras el sueño de nochevieja 2015 estaba en nuestras manos. Y yo sabía que el sol aparecería de nuevo para llenar la cúpula de colores, cerrar el día y abrir la noche, pues las nubes no tocaban el horizonte oeste. Pero tampoco esperaba aquel tremendo espectáculo. El sol se asomó juguetón desde tres niveles en el horizonte. Azul y naranja llenaron la nada, los colores de las nubes, volcánicos y de cielo y tierra blancos mudaron varias veces por minuto. The sky was pink, decía Nathan Fake.
La oscuridad hacía más mortalmente atractivo el horizonte ilimitado. Las pisadas crujian y podríamos haber caminado por días en aquel momento. No se levantó viento helado, nuestro peor enemigo, y la luz de la luna conseguía proyectar nuestras sombras incluso a través de las nubes. Veíamos perfectamente pero no había nada que ver, sólo blanco.
Aquella noche me desperté con una descarga eléctrica en mi mano al tocar la pared salada. Fue como cuando se toca un enchufe un segundo. Desde que llegué a Uyuni mis sábanas, ropa, pelo, han estado chispeando contínuamente, con un espectáculo luminoso en la oscuridad. La carga estática y mineral del lugar es increíble, las brújulas dan vueltas y los gps fallan, un gringo veía las estrellas equivocadas en la star-app de su smartphone. Algo pasa en este desierto blanco, y espero haberme llevado algo de ello con aquel chispazo nocturno.
* * *
Me despido de Bolivia en la fría estación ferroviaria de madrugada. Un lento y ruidoso tren nocturno me lleva a la frontera con Chile, junto al volcán Ollagüe. Mientras los reyes magos dejan regalos por Occidente, yo estoy sólo en el último y único vagón de pasajeros de un kilométrico tren de mercancías, sin luz, observando vagamente paisajes desérticos heladores mientras intento dormir hasta el amanecer.
hola muy interesante tu post, quiero saber si es fácil conseguir el tour de 3 días del salar de uyuni iniciando el el 24 de diciembre. saludos
Hola Arley,
En esas fechas como te imaginarás, hay overbooking y mucho lío, así que si quieres hacerlo te recomiendo intentar hacer reserva anticipada, si estás allí tú solo días antes no tendrás problema para cuadrarlo o meterte en algún grupo (van llenando los jeeps con reservas). Si vas en grupo, será más difícil meteros en un coche a todos pero más fácil que os asignen un coche para vosotros sólos por algo más de dinero.