22 Octubre 2014
El día que ponía fin a mis 33 llegó. Se acababan así los increíbles tiempos en que contestaba con un 33 cuando preguntaban mi edad.
Sin embargo la intensidad de mi vida sigue intacta, si bien reconozco que después del día que me regalaron, muy emocionado, sentí algo diferente en mi interior, un punto de inflexión, una cumbre, un cambio, un empezar a bajar de una cumbre culminada por su otro lado. Hoy es noviembre, aún me sale un 33 resorteado cuando he de hablar de mi cuenta «temporal» en este planeta. El 34 suena raro pero sabe rico.
Nací a las 05.35 am (un evidente error en el reloj del paritorio que se adelantaba dos minutos), en el Ahora de aquel momento, y cuando desperté en la puna esa hora ya estaba lejos en el pasado, pero era un miércoles soleado con mi familia punera en que Iván, sin realmente hablar de ello, me regalaba y nos regalaba a todos un día libre por mi cumpleaños. Sabía que estaría en este lugar para tan importante día. Escogí la puna. Pedí sol, sabía que era mucho pedir, todos los días por la tarde llueve en la puna. Lo que más me abrumaba era la celebración que habíamos escogido para pasar tal día: una verdadera pachamanca. Una técnica ancestral indígena para grandes banquetes y celebraciones, que consiste en hacer un verdadero horno de piedras sne el suelo y hacer fuego dentro durante horas hasta que las piedras enrojecen y pueden cocinar variados alimentos.
Desayunamos rico y con tiempo en mantas sobre la paja amarilla. Había llovido bastante y las cordilleras blancas se habían ensanchado con nuevos picos nevados. Colocamos ingredientes de pachamanca al sol sobre una manta más: papa, camote, choclo, yuca, banana, maduro, frijoles, papa dulce… Nos sentamos, tomamos té y frutas, sentí el placer de no hacer nada sobre aquella manta mientras la gente hacía cosas por mí, lo dejé pasar hasta que mi conciencia me nombró el abuso, quise ayudar, la niña Wayra me contó en secreto que alguien hacía un pastel en la cocina, no pude entrar, volví a mi manta, sentí el sol, sonó la flauta de Iván, los niños se tiraron sobre mí, se nubló.
Era definitivamente mi día. Todos nos colocamos flores silvestres, los niños me obedecieron cuando les pedí que también les colocaran flores a Oso y Blanquita. Llegó la hora de preparar la pachamanca, e Iván levantó con su talento nato un iglú que era horno. El humo ascendió durante la mañana, las piedras resoplaron y se convirtieron en fuego, llegó el momento de derribarlas y distribuir nuestros alimentos en ellas.
Llegó el Tío, llegó mi mejor amigo peruano Ruddy, y todos colaboramos en este tradicional preparado exquisito de los tiempos de lo simple. Sobre una primera capa de piedras incandescentes cayeron los vegetales y la guarnición. Sobre otra capa superior, cayeron los trozos de carne de cordero envueltos en una salsa verde de hierbas, y aún más arriba sobre otra capa de piedras cayeron las truchas en salsas de limón envueltas en grandes hojas de banana. Más piedras, maíz y frijoles. Todo muy rápido, el calor se nos va. Una preciosa capa de Ichu, la paja local. Una manta, y encima de todo , una capa de arena, si no recuerdo mal. Cuando Iván acabó de colocar todo, se desplomó encima satisfecho otorgando amor y buenos deseos a estos nuestros alimentos. Así era nuestra pachamanca, hecha con fuego, roca, tierra y amor, y cociéndose con hermetismo natural.
Una hora y media debió pasar hasta que consideramos empezar a destapar nuestro tesoro cual perros en busca de su hueso. Hice los primeros honores, salieron olores increíbles del suelo, humo. Todos destapábamos en busca de comida lista que colocar en cuencos y fuentes, queriendo conservar su mejor estado y temperatura. Cada capa era un mundo. Iván bendijo. Oso intentó llevarse un pedazo de carne y creo que lo consiguió. Finalmente todos los alimentos consiguieron llegar calientes a nuestra mesa exterior del suelo, dispuestos maravillosamente junto a una fuente con chicha de maíz fermentado y otra con vino caliente.
Ardió el fuego, se encendieron velas, y todos esperamos pacientes mientras Iván se permitía un precioso discurso que no era por mi cumpleaños sino por la oportunidad de degustar todo aquello que venía de la pachamama y de la Tierra. Pero poco después me tocaba hacer el papel de cumpleañero. Iván se dirigió a mí, me miró a los ojos, habló y pasó el turno a cada uno de los comensales, en círculo alrededor de la mesa, donde cada uno, con lo mejor de sí mismos, me miraron y me desearon las mejores cosas del mundo. Los que se ruborizan más en público o se ponen más nerviosos, como los locales, hicieron su esfuerzo para dejar sus palabras tan altas como las más altas de los demás, y les amé por ello. Creo que cuando la tercera persona comenzó a hablarme, por encima del silencio de la puna y de los demás, mis ojos ya estaban llenos de lágrimas y mi nariz, petada de mocos. Cuando les llegó el turno a los niños me sorprendieron una vez más por su inconcebible sabiduría y talante, solo alcanzable mediante una vida única que ellos llevan. Sentí el amor, la felicidad engrosó mis venas, Wayra con sus 5 años me deseó que encontrase el amor para siempre y en un momento de lucidez y evaluación, entre lágrimas, de lo que estaba pasando en mi vida en ese momento, me pareció tan espectacular y único que me descubrí infinitamente dichoso y estallé en sollozos, casi sin poder agradecerles lo que hacían.
Se abrió el banquete, comimos, sequé mi cara, comí rico, como pude pues por aquel entonces mi estómago estaba lleno de parásitos y una diarrea punesca me mareaba, pero repetí carne y pescado, todo obviamente delicioso. Siguieron las celebraciones tradicionales. Bajo la dirección de Iván, bailamos, me sentaron en el suelo, me cubrieron de flores, las colocaron en mi cabeza, me abrazaron, todos se agarraron de las manos en círculo, volvieron a hablarme y me volvieron a emocionar los cabrones, y poco a poco empezaron a girar en torno a mí, entonando canciones y tarareando melodías que los maestros han enseñado a Iván en sus viajes astrales y terrenales. Yo, en una suerte de éxtasis, mirando abajo con los ojos llenos de lágrimas, veía sus zapatitos pasando y cruzándose ante mí, y sabía quién era quién por sus zapatos, y quería abrazarles. Alguna vez levanté la cabeza y crucé mi mirada con alguna cara que me sonreía al pasar. Lloraba bien, por fin.
Demasiadas emociones. Salimos todos a la puna una vez más, atardecía. Cavamos un agujero e hicimos una ceremonia de ofrenda, depositando ciertas cosas en nombre de los abuelos de Iván, maestros de aquella Tierra, de las montañas y de los elementos. Colocamos cositas, cada uno habló en silencio y pidió sus deseos, colocando algo dentro del hoyo. Lo tapamos y pusimos piedras encima, para que los perros no lo estropearan. Nos abrazamos todos, y en una necesidad de mi soledad, caminé por la puna solo y meditativo, sintiendo ya el antes y el después. Allí seguirán nuestras ofrendas, frías, hasta el mañana.
Un gran fuego iluminaba ya nuestro templito nocturno cuando llegué a él. Allí nos sentábamos cada noche en torno a un gran agujero encendido del suelo y podíamos quitarnos las botas y yo me calentaba por primera vez los pies en todo el día. Los niños se rebozaban con edredones y se acababan durmiendo allí, como siempre fuertes y sin pasar frío. Los jueves decidí que era el día de contar cuentos y fábulas, lo que entusiasmaba a los niños. Una vez conseguimos contar una historia preciosa hecha a cachos entre todos. Pero aquella noche era aún mi cumpleaños. Lanzón, el niño de 8 años, me colocó un collar hecho por él con piedritas en el cuello y me lo ató. Misha, la dulce mujer checa, me colocó otro en la muñeca. En algún momento me volvieron a sorprender con el famoso pastel susurrado por Wayra.
Las chicas habían hecho un pastel con lo que había por casa, con mi nombre en él y una velita, super lindo y humilde, y yo, calentando mi cuerpo entre mi familia punesca, que tanto calor me daba en tal día, cerré los ojos, pensé en el único deseo que se puede desear realmente, y soplé.
Saludos Querido Turi,
Que hermoso recuerdos tiene de La Puna, la nautraleza y mi familia. Como me extrano de mi esposo, Lanzon y Huayra y que bueno a ver los documentado en tu memoria de tiempos espciales. Momentos encapsulados. A mi tambien viene los lagrimas… Me da tanto felicidad y amor que has tenido un dia tuyo, especial, un verdadero celebracion. Tan lindo bautiso de flores. Si, La Puna puede ser un lugar solo y triste y tambien duro pero hay veces esto es los que necesitamos para que sentimos lo que falta y lo que nos llena. Gracias Dani. Abrazos.
Con todo mi placer, Teena!
Ojalá te conozca algún día.
En la Puna, se notaba que faltabas tú.