10 Sept 2014
Hoy me he subido a la primera camioneta que se ha parado en la carretera para llevarme hacia Tingo María.
Dos muchachos y un hombre ya estaban encima; los muchachos sólo me han mirado, sin embargo el hombre, de avanzada edad pero aspecto respetable, con el viento en la cara y el sol detrás, me ha hablado y en tan sólo cinco segundos estábamos totalmente enfrascados en una conversación sobre la ayahuasca.
Es completamente interesante poder hablar con gente de todas las edades, pero especialmente con los abuelos, sobre experiencias profundas, transcendentes, personales, psicotrópicas. Viajes. Diría que es único del Perú.
Este hombre me explica con total confianza sus momentos, sus locuras. Pero todo lo que dice es de rigor, serio, no por su edad, sino porque lo dice cabalmente, lo sé. Todo el mundo en Perú ha usado esta planta sagrada alguna vez, y todos reconocen su poder. La planta les ‘agarra’ y les hace ver cosas que necesitan ver, oír verdades que necesitan oír. Cura, mental y físicamente, purga.
El hombre se conecta con la naturaleza, sus palabras, pero de manera preciosa. Dice que la entiende, que ella le protege. Que ve fieras grandes y lindas con él. Que su energía se carga y es bueno. Uno puede intuír, la intuición se manifiesta, las posibilidades humanas se hacen más posibles, reales. El recuerda llevar un campo de energía por delante, y que al encuentro de un peligro, su campo lo nota y tiene tiempo de reaccionar.
También me cuenta que en una toma con un grupo, él se separó para vivir su experiencia y se dió cuenta de que los demás necesitaban venir con él por algo, y les pidió mentalmente que fueran: llegaron en minutos. Es verdad, no mentía.
Un hombre tosco y serio se sube en la camioneta, a todo esto. Por un momento me preocupa -mi mente pendiente- que lo primero que oiga de mi amigo sea una historia sobre cómo se peleaba con unos duendes en uno de sus viajes, a puño y sudando, pero le miré y estaba muy tranquilo. Lo olvidaba, estoy en Perú.